Escuelas y grupos de crianzaMomo, nuestra escuela mágica

El día en que mi hija Emma, un fueguito loco de dos años, entró por primera vez en Momo, supe que habíamos encontrado uno de nuestros lugares en el mundo. Aunque en realidad fue ella quien lo supo primero…

Esa tarde habíamos concertado una cita con una de las educadoras para conocer de primera mano aquel proyecto incipiente del que una amiga nos había dicho que otra amiga le había dicho… Recuerdo que me había escrito una pequeña chuleta con las mil y una preguntas que quería hacer: no es cualquier cosa elegir escuela para nuestros hijos, y yo no quería dejar en el aire ningún detalle. Pero lo cierto es que, sin dar tiempo a que los mayores empezáramos a hablar de nuestras cosas de mayores, en cuanto entramos por la puerta, Emma echó a correr en dirección al grupo de niños que en ese momento estaba merendando, se sentó en una silla libre y reclamó su yogur y su cuchara como una más.

Recuerdo que me emocioné y sonreí, feliz de verla tan contenta y deseosa de compartir ese momento cotidiano como si lo hubiera hecho toda la vida. Fue un gran día, la primera vez que Emma mostraba su deseo de formar parte de un grupo más allá de su familia.

Han pasado tres años desde entonces, tres cursos en los que hemos formado parte de la Momofamilia −¡y los que nos quedan!−. Y en estos años hemos compartido infinidad de instantes cruciales como el de aquella tarde con el yogur. Emma es hoy un fueguito loco y brillante de cinco años que disfruta en el jardín mágico de su escuela, aprende a leer y a sumar por el puro placer de hacerlo, construye complejos circuitos que le ayudan a interiorizar las leyes de la física e inventa mundos imaginarios que mantienen encendida la llama de su imaginación. Es una niña despierta, feliz, que se siente libre para expresar –a menudo con más claridad que muchos adultos– sus sentimientos. Estamos convencidos de que sus vivencias en Momo han contribuido de forma decisiva a que su personalidad se haya desarrollado con libertad, a que no haya perdido su identidad, sus ganas de aprender, su fuego interior.

En los últimos tiempos han surgido cada vez más escuelas libres, comunidades de familias y educadores que creemos, como afirma Ken Robinson, que es posible tener una educación que no mate la creatividad de nuestros niños, ese fueguito interior. Una escuela que les ayude a descubrir de forma natural sus talentos y sus cualidades individuales en un entorno en el que deseen aprender y puedan seguir sus pasiones.

Eso, y mucho más, es lo que mi familia ha encontrado en Momo. También un lugar donde se presta una exquisita atención a la vida emocional de los niños, a través del acompañamiento de las educadoras. Un entorno en el que los límites claros y la mirada amorosa de las acompañantes los hacen sentir seguros.

Por si eso fuera poco, os contaré un secreto: Momo es un lugar mágico. Cualquiera que entre en el espacio y pase unos minutos sentado bajo uno de sus árboles de su hermoso jardín, escuchando el susurro de las hojas del eucalipto o del sauce mecidas por el viento, puede darse cuenta de ello. Si el visitante cierra los ojos y escucha aún con más atención, más allá del rumor de las ramas y de los parloteos de los pajarillos, o del rascar de los insectos bajo la tierra, le llegarán rumores de risas. En alguna parte, al otro lado del huerto que nos da verduras de temporada, los niños aprenden jugando. Con su cuerpo, con sus manos, con el agua, con el barro, a través del movimiento, de la experiencia vivida. No es de extrañar que rían de puro placer.

Más allá, en el espacio interior de la escuela, tras las cortinas rojas de un escenario improvisado, una compañía de teatro cuyos miembros no pasan de los siete años, representa una comedia donde los caracoles, las hadas y las tortugas son los protagonistas. Otros se concentran en crear, con pintura, piedras, papeles, pegamento… No necesitan nada más para dejar volar su imaginación y conseguir verdaderas obras de arte. Creatividad y cien mil lenguajes, los que poseen los niños, para aprender a su ritmo y desarrollarse en sociedad como seres plenos, respetuosos y felices. Pura magia.

Si alguien me hubiera dicho hace unos años que existía un lugar donde todo esto era posible quizá me habría mostrado escéptica. «¿Cómo? ¿Una escuela de la que los niños no quieren marcharse nunca? ¿Una escuela en la que cuentan los días que faltan para volver a empezar después de las vacaciones», me habría preguntado levantando una ceja. Pero eso es exactamente lo que nos sucede con Momo.